Foro galego de testemuña cívica
Transparencias opacas (I)
29-11-2014 19:45POR JULIÁN ZUBIETA MARTÍNEZ
No cabe duda que el germen de cualquier corrupción proviene de la inseparabilidad de lo económico y lo social. Lo que ya resulta más complicado es acotar su comienzo y, desde luego, esperar su final. Conociendo esto vamos a intentar acordonar los cimientos de la crisis corruptiva en la que estamos inmersos en la actualidad, tratando de exponer la relación entre los episodios de la decimonónica Restauración, la dictadura franquista y la inmaculada Transición.
Empecemos por esta última. En el fondo de su calado, la inmaculada Transición tenía un propósito principal y otro venial. Es evidente que lo más importante para el franquismo era evitar que se investigaran y juzgaran los viejos crímenes del pasado. Pero, seguros de su continuismo, también quisieron proteger los grandes negocios y la trama de corrupción que dominó todo el país durante décadas. Pa-ra que esta transformación germinara fructíferamente, esta intención necesitaba un espacio político reconocido internacionalmente, la monarquía parlamentaria, y sobre todo una obediencia económica acorde con la floreciente globalización de los mercados financieros, los pactos de la Moncloa. A la vista de su resultado se puede confirmar que los dos pilares en los que han sostenido la Transición, monarquía y economía política, han demostrado sobradamente que son corruptos.
Desde que Franco dio muestras de debilidad, los tecnócratas del franquismo tenían claro que no iban a tolerar que se depuraran responsabilidades políticas y mucho menos penales. Los cambios no debían cuestionar el estatus de las clases dominantes, ni poner en peligro su predominio. Es en este punto donde se origina, por arrastre, la corrupción actual, sin olvidar que las fortunas que alimentaron el golpe de Estado de 1936 tenían su origen en el régimen de la Restauración. Con este bagaje de corruptelas históricas, los responsables políticos de la Transición nos embutieron en una democracia transparente y opaca, a sabiendas de que el que ofreciera seguridades para mantener los privilegios del inmediato pasado tenía futuro por delante. A los políticos que siguiesen ese camino no les faltaría dinero, sobre todo dinero, ni asesores, ni el apoyo de las instituciones. Por eso, parece más indicado hablar de un consenso alrededor de la corrupción que de una modélica Transición.
Podemos dividir la corrupción en dos capítulos, basándonos fundamentalmente en el grado de expansión y en la intensidad de su agresividad: corrupción blanda y corrupción dura. La arena del primer estadio se puede focalizar entre la caída del gobierno de UCD en 1982, con la llegada de los socialistas al poder, y la caída de estos en 1996. Hasta entonces, el periodo constituyente estuvo coagulando los mimbres que han sostenido el sistema de privilegios que funcionó antes y durante la dictadura. Sin pasar por alto que, dentro de la historia política de este país, tanto la corrupción blanda como la dura tienen su origen unos años antes que la dictadura franquista, la Restauración. Un sistema turnista, alimentado por el mudable caciquismo político de sus dirigentes, tal y como el bipartidismo actual, mediante el cual, los administradores de un país tremendamente empobrecido por la fractura social, fueron amasando muchas de las fortunas que hoy piden perdón -borbones y títulos nobiliarios son un ejemplo-.
La corrupción blanda iniciada en 1982 se focalizó, sobre todo, en el nivel local y en el autonómico. Existían tantas lagunas en la justicia y en las administraciones que fueron aprovechadas, con acierto, por aquellos ambiciosos yuppies progres de americana de pana para especular económicamente bajo el consenso conseguido con el franquismo y con el mercado financiero internacional. Ejemplo de ello son los casos de corrupción de las torres Kio, de los Fondos Reservados, Rumasa, Filesa, Urralburu, la Expo’92, Roldán, Banesto, caso Naseiro, Villalonga, los sindicatos en el Forcem, Malaya, Gil y Gil y el Tamayazo, por citar algunos de memoria.
Estos ladrones de guante sucio se ayudaron del descontento social provocado por la brutal reconversión industrial que sufría el país en aquellos años y del éxodo masivo del campo hacia las ciudades. Este ambiente social se escenificaba en las calles mediante huelgas, manifestaciones, cargas policiales, secuestros y asesinatos a cuyo abrigo se fue generando un discurso político que nos entontecía sibilinamente. Muchos de los que hoy piden perdón, y otros que no, sabían que en lo que respecta a doctrina social partíamos de cero. Por eso, no tuvieron ningún escrúpulo, y mucho menos dificultades, para convertir la libertad de expresión y unos derechos más o menos dignos en el eslogan de su demagogia. Mientras tanto, por detrás, estaban firmando la privatización del Estado para su lucro personal.
Es evidente que para que los tentáculos de la corrupción hayan llegado a tener el éxito que han tenido han necesitado multitud de aliados dentro del entramado de la sociedad. Sin despreciar a ninguno, uno de los principales acompañantes, quizás el más efectivo, en este viaje hacia la estafa, hayan sido los medios de comunicación. Desde el altavoz de los tertulianos, con la música de la OTAN y la economía europea de fondo, adornados con el baile al compás de la Transición, nos insistían diciéndonos continuamente que las cosas iban cambiando a mejor. Había tanta abundancia, había tanto que hacer tras la dictadura, que no querían reconocer el fracaso de su proyecto. No querían percibir que las sospechas que muchos tenían respecto a la estafa de esa transformación se centraban en el origen que consensuó la corrupción. La Transición. Un consenso que nos otorgó una Constitución ambigua y opaca como prototipo de transparencia y negociación, a sabiendas, y con la insana intención, de que la inmovilidad política del movimiento iba a perdurar en la democracia.
Hoy, cuando se ha instalado el segundo apartado de la corrupción, para su desfachatez, nos dicen que esa Carta Magna es inmudable e inmutable, a la vez que nos reclaman un gran pacto contra la corrupción, como si la anterior hubiese sido una gran metamorfosis benefactora, olvidándose, de nuevo, que fue provocada por la continua corrupción oficial, legal y permitida, increíblemente, por las leyes de la Transición. Entonces, ¿habían cambiado tanto las cosas como decían los tertulianos, o realmente alarmados por la necedad de ese discurso necesitaban el indispensable apoyo electoral para mantener institucionalizado el latrocinio político y sus puestos de voceros del régimen? Está claro que sí. Tal y como veremos en el segundo capítulo referido a la corrupción dura instruida con la llegada del Partido Popular en 1996 al poder.
—————