Barcelona. Círculo de Economía, 9 de abril del 2014
Señoras y Señores; tras expresar mis más sinceras gracias al Círculo de Economía por invitarme a ocupar tan prestigiosa tribuna, y a las ilustres personalidades que me honran con su asistencia, voy a exponerles con la mayor brevedad y sencillez posible, cinco tesis en torno al reconocimiento constitucional de Cataluña.
Mi intervención hoy, horas después de largo debate celebrado en el Congreso de los Diputados en el que se han reafirmado, sin concesión alguna, las ya conocidas posiciones de la Generalitat y del Gobierno, apoyando a éste una brumadora mayoría de la Cámara, puede parecer ocioso cuando no inoportuna. Sin embargo, como la realidad es tan testaruda que no basta modificarla una votación parlamentaria, y, sin duda, el problema catalán es más que real y requiere solucionarlo o, cuando menos, buscar una solución que a todos pueda convenir, creo útil que en la sociedad civil meditemos y dialoguemos sobre la cuestión, hoy con más urgencia que ayer. Si el debate ha escenificado un desencuentro y cerrado una vía, escudriñemos otras posibles vías de encuentro.
1ª tesis. ¿Qué es una Nación? La cuestión ha hecho correr ríos de tinta y torrentes de palabras desde que Renan formulase tal pregunta en 1882. Evitemos en esta agradable reunión ahogarnos en ellos y respondamos directamente a la pregunta. La nación es el resultado de una voluntad secular de vivir juntos porque hay razones objetivas para ello y ser reconocidos como tales. Como afirmó el Informe Kelbrandom que sabiamente elaboraron los británicos antes de enfrentarse con el proceso de "Devolution", existe una nación cuando un pueblo se considera a sí mismo como tal.
¿Cómo? La nación es fruto de un querer colectivo, de un colectivo con una identidad singular e infungible, que no se improvisa ni depende de una decisión normativa. Viene del fondo de los siglos y está cargado de afectos. Por ello, las verdaderas naciones no se autodeterminan ni en una fecha concreta ni por un hecho singular por relevante que este sea. Las naciones se autoidentifican no en un referéndum, sino en un plebiscito secular. A eso lo llamo autodeterminación histórica. La experiencia revela que una consulta democrática o una legalidad impoluta solo son de veras relevantes y vinculantes en el seno de esta autodeterminación histórica. No solo de la historia remota, sino la de ayer y la que fluye hoy.
Sin duda la reivindicación nacional se vincula históricamente a procesos de liberación y democratización. La revitalización nacional catalana al hilo de la transición y el que Cataluña fuera uno de los motores de la transición misma es prueba de ello. Pero la democratización no engendra las naciones; las despierta allí donde ya existían.
A mi juicio Cataluña es indudablemente y a todas luces una Nación. Existe voluntad de serlo y sobran elemento objetivos -lingüísticos, culturales, sociales, institucionales e históricos para fundamentar tal voluntad- . Decirlo resulta normal en Barcelona. Yo lo hago con especial énfasis porque vengo repitiéndolo en Madrid desde que se inició la transición en los ya lejanos setenta y algo he pagado por ello. No se trata ahora de alegar derechos históricos, sino de reconocer hechos, tanto de ayer como de hoy con vocación de perdurar mañana.
2ª tesis. ¿En qué consiste una política de reconocimiento? En asumir en los textos constitucionales, en su desarrollo normativo, en su interpretación jurisprudencial y en su práctica administrativa esa identidad colectiva, singular e infungible, cargada de afectos.
La experiencia comparada de políticas de reconocimiento de identidades nacionales sin Estado propio y exclusivo, es decir en el seno de un Estado que integra diferentes identidades nacionales, es muy amplia, cubre supuestos muy distintos y se concreta en instituciones y competencias. Pero lo que importa más y determina el resto, el Presidente Pujol insistió en ello a lo largo de la transición, es el reconocimiento de un "ser", del que se derivaba, pero siempre como consecuencia y solo como tal, un "haber". Se reconoce primero y se organiza después. Si se hace a la inversa, la organización es infecunda.
Se dirá que el nuevo catalanismo proclive a la independencia no es ya identitario y que invoca otros motivos. Pero ciertamente tales motivos, sobre los cuales yo no voy a opinar, desde la alegada explotación económica a la marginación de las instituciones y servicios del Estado, pasando por la hostilidad lingüística, si existen, suponen un déficit de reconocimiento de la realidad catalana y una política de reconocimiento debería comenzar por examinarlos y subsanarlos. Como los análisis del proceso político canadiense en curso ponen de relieve, incluso la reivindicación soberanista no va más allá de una reivindicación identitaria, algo que debiera haberse tenido en cuenta a la hora de interpretar la declaración del Parlamento de Cataluña de 5/X de 23 de enero.
3ª tesis. La política de reconocimiento se incoó en las Constituyentes de 1977 y si el resultado no fue el ideal, la experiencia demuestra que fue suficiente para introducir el principio de plurinacionalidad y el correspondiente derecho al autogobierno político (art.2) y haber proporcionado a la Cataluña moderna la más amplia autonomía que hasta ahora ha conocido.
¿Por qué, pasadas más de tres décadas, el intento parece frustrado y crece la desafección catalana hacia España, que hace años denunciara el Presidente Montilla? A mi juicio, hay una razón de fondo agravada, paso a paso, por una serie de errores de ambas partes, encadenados y recíprocamente causados.
El error radical ha sido el empeño en no reconocer, de una vez, la realidad nacional de Cataluña. Primero negándose a mencionarla expresamente en la Constitución como en varias ocasiones se propuso a lo largo de las tareas constituyentes, y mi colega y admirado amigo Miguel Roca es de ello testigo cualificado; después tratado de diluir el autogobierno político, ideado para determinadas Comunidades Históricas, no solo en su potencial generalización, sino en la estructura descentralizada del Estado como revela el art. 137 CE donde se equipara Cataluña con Gerona y ésta con Peratallada; más adelante, en fin, a partir de los Pactos Autonómicos de 1981, mediante la generalización del modelo catalán a todas la Comunidades Autónomas, iniciada en Andalucía, y la progresiva homogeneización competencial entre todas ella. Una opción que la derecha españolista propugnó para diluir las autonomías catalana y vasca y la izquierda, incluida la catalana, apoyó, no solo por sus prejuicios federalistas, entonces potenciados por la fascinación del modelo yugoeslavo que tan “exitoso” resultaría pocos años después, sino para alcanzar parcelas de poder antes de unas elecciones generales que, por aquellas fechas, ofrecían perspectivas más que dudosas.
Generalización y homogeneización que ha ido de la mano con un proceso de capitidisminución del autogobierno político cuya versión más estridente fue la frustrada LOAPA, pero que después se ha llevado a la práctica, mediante lo que el Prof. Carles Viver ha denominado "administrativización de la autonomía".
Ese error capital se debe, a considerar la autonomía como una técnica de buena administración, como una forma de acercar la ciudadanía al poder público, incluso como una exigencia democrática y no como el reconocimiento de una identidad diferenciada. Reiterando los términos ante citados como "vocación de ser". Pese al art. 2 CE, nuestro Estado de las Autonomías prescindió de la plurinacionalidad, a la vez que el término de nacionalidad proliferaba en los diferentes Estatutos y se devaluaba.
A este error de base se sumaron otros menores, pero reiterados, que no voy a enumerar y que Uds. conocen mejor que yo. Y que contribuyeron a erosionar la confianza inicial, una confianza cuya mejor prueba fue el voto masivo, muy superior a la ya alta media del conjunto español, que en Cataluña obtuvo la Constitución de 1978. El Estatuto del 2006 fue la respuesta a tal situación de desencanto y si, a mi juicio, no fue el mayor de los aciertos, el recurso de inconstitucionalidad contra el mismo fue un error histórico solamente superado por la STC 3l/2010. Con interpretaciones legullescas más que discutibles, la Sentencia invierte sus doctrinas anteriores sobre el modelo autonómico y la jerarquía de las normas de tan importante grupo normativo y aborda extremos políticos no susceptibles de enjuiciamiento jurídico que niegan la identidad nacional catalana. Se trata de la antítesis de una política de reconocimiento y la consiguiente ruptura del Pacto de Estado gestado en 1978.
4ª tesis. La crítica situación actual, más allá de los numerosos errores personales cometidos en Barcelona y Madrid, trae de esta situación, su principal causa: de un déficit de reconocimiento que incluso ha llegado a expresarse en términos jurídicos. Ahora bien, el problema no es jurídico, sino político y solo políticamente puede ser abordado con probabilidad de éxito e incluso llegar a ser resuelto.
El derecho es la diagonal resultante de las fuerzas y de los intereses en lucha y cuando estas fuerzas son políticas, es la valoración y ponderación política, de la política de la prudencia, la que determina la interpretación jurídica y no la inversa. Por ejemplo, si cuando el presidente Mas lanzó su desafiante propuesta de consulta refrendaria. El Presidente del Gobierno, sobre la base de una interpretación tan prudente como hábil del art. 92 CE hubiera convocado de inmediato dicha consulta en Cataluña, sometiendo a la ciudadanía catalana la opción independentista en toda su crudeza, la repuesta, entonces hubiera sido de rechazo a la independencia y no nos encontraríamos en la situación presente
La política no puede reducirse a derecho procesal ni el Estado de derecho que tanto se invoca es un cascaron vacío en el que todo cabe y cuyas prescripciones todo lo abarcan. Ni una prescripción constitucional, ni una sentencia judicial, puede negar la realidad nacional de Cataluña ni puede habilitarse un cauce legal para la disolución de España. Ningún movimiento secesionista se ha abortado por decisión judicial ni ningún Estado se ha disuelto de acuerdo con un procedimiento legal. El derecho constitucional puede y debe servir de cauce a las opciones políticas, que no es poco si se sabe utilizar, pero no para substituir al devenir histórico, ya inventándolo, ya negándolo, ya impidiéndolo. La crisis presente requiere en consecuencia una solución política, necesariamente negociada, que, eso sí, deberá cristalizar en formulas jurídicas. Y digo negociada porque aquí y ahora, ninguna solución política que pretenda cuajar puede ser impuesta. Ha de ser negociada y en 1978 los ciudadanos y los políticos de éste país demostramos que sabíamos negociar y que apreciábamos los resultados de la negociación.
La negociación requiere tres condiciones:
En primer lugar, que se quiera superar la crisis y no capitalizarla para otros fines. En el supuesto más benevolente, objetivos electorales; en el más peligroso, metas institucionales. No faltan en uno y otro lado, sectores minoritarios, pero influyentes, que consideren que cuanto peor mejor. Hay quienes en Barcelona sueñan con el martirio de Cataluña para internacionalizar el problema y convertir la desafección en profunda ruptura afectiva y hay en Madrid quienes esperan que el recurso al art. 155 CE se lleve por delante no solo al autogobierno catalán sino la Constitución entera, desde la Corona a las libertades, pasando por la democracia parlamentaria.
En segundo término, la negociación requeriría si hubiera tiempo para ello y el tiempo siempre se puede habilitar si hay voluntad de utilizarlo, una serie de medidas de confianza no solo entre los gobiernos y los partidos sino entre los ciudadanos de Cataluña y los del resto de España. Medidas de confianza que contribuyeran a distender el ambiente y permitieran gestos de recíproco aprecio por ambas partes. Para ello no han faltado ocasiones y el Consejo de Estado señaló varias al dictaminar los proyectos de ley referentes al Régimen local, a la educación, al Servicio Exterior o los innumerables recursos presentados frente a normas y decisiones de la Generalitat. Y, sin duda, en breve se presentaran nuevas ocasiones que ambas partes debieran aprovechar. Aplazar declaraciones, decisiones y normas sobre las cuestiones hoy día más polémicas y que pudieran azuzar la discordia, frenar la libido querulante ante el Tribunal Constitucional y hacer más presente en el Estado, sus instituciones y servicios, la presencia de Cataluña, serían algunas de estas medidas.
En todo caso, ayudaría a generar un mejor clima, la moderación del lenguaje por unos y otros, evitando el reiterado anuncio del hecho consumado y la no menos reiterada negativa que acompaña a cualquier gesto del Gobierno con pretensiones conciliatorias. Hay que substituir los monólogos superpuestos por el dialogo y la vía no son la declaraciones en busca de titulares sino el discreto coloquio. La negociación no puede aturdirse con el tumulto de la calle y el vocerío de una información de vocación dramatizadora. Y escenificaciones del desencuentro, como las celebradas ayer en el Congreso no sirven a la concordia.
En fin, la negociación ha de tender no a ocultar la realidad sino a dominarla, porque en política, como en física, las fuerzas en presencia solo se dominan reconociéndolas y aun sometiéndose a ellas. Ello requiere, por una parte, que todos los protagonistas del conflicto salven la cara. En una política de reconciliación no solo política sino social, no solo pública sino domestica, no caben actos de contrición ni vencedores ni vencidos; todos deben salir airosos. El Presidente Más no puede ser humillado y el Presidente Rajoy menos aun. Por otro lado, la Constitución y su práctica deben reconocer la realidad nacional de Cataluña, una realidad gestada, nacida y desarrollada en el solar hispano, algo que por ser realidad pasada que vive hoy en la conciencia de infinidad de catalanes tampoco puede desconocerse, y someter las formulas de tal reconocimiento a la decisión del pueblo catalán.
5ª tesis. Para instrumentar la fórmula adecuada, no para impedirla, es para lo que sirve del derecho.
Pero no exageremos, el reconocimiento constitucional de la identidad nacional catalana con vistas, no a su secesión, sino a reafirmar su voluntaria integración dentro de un proceso secular de autodeterminación histórica es problema suficientemente complicado y de difícil tratamiento como para enredarlo más abordándolo a través de una reforma de la Constitución y de una reforma global como la que desde algunos pagos políticos y académicos se ha propuesto. Antes al contrario, el problema catalán, aunque afecte a España entera, debe ser aislado y tratado singularmente y de forma cuanto más sencilla mejor. Si se inserta en una reforma global, la opción catalana tenderá a generalizarse y perderá la capacidad singularizadora que el reconocimiento de una realidad tan singular como es la nación requiere.
A mi juicio, la apertura hoy día de un proceso constituyente ofrece más desventajas -incremento del disenso político, inestabilidad institucional, crecientes tensiones sociales, probables frustración ante los resultados- que ventajas. Y quien lo dude piense cual sería la actitud de los partidos y de la propia sociedad civil a la hora de optar por la forma de Estado y de gobierno, la extensión de los derechos fundamentales o la administración de justicia, cuando no pude consensuar una reforma laboral o educativa, sin duda importantes, pero de mucho menor calado que aquellas otras. Por eso, creo que hay que depurar las ansias clamorosas de reforma constitucional y, aplazando otras cuestiones sin duda importantes, centrarse en lo que, además de importante, es urgente: Cataluña. Me explico.
En lugar de abordar una reforma de la Constitución, política y técnicamente preñada de riegos, intentemos una mutación constitucional: la alteración de la Constitución sin modificar su texto. Esto es, una Constitución convencional. El término de convención remite a la idea de acuerdo y su experiencia comparada a la de práctica. En síntesis, la mutación convencional supone el consenso expreso o tácito sobre una serie de hechos que sin alterar formalmente el texto constitucional, generan en las instituciones una situación tenida por jurídica, y creo que ejemplos de ello abundan en nuestra, vida constitucional democrática. Baste para ilustrarlos mencionar algunos ejemplos.
¿Acaso los términos utilizados por el constituyente no han cambiado de significado a lo largo de casi cuatro décadas? ¿Significa lo mismo "vida" (art. 15), "matrimonio" (art. 32), "empleo" (art. 40), antes que ahora o la propia jurisprudencia constitucional muestra a todas luces lo contrario? ¿ El término soberanía (art. 1,3) no ha cambiado de significado o al menos de contenido a la luz de las trasferencias competenciales a la Unión Europea hechas al amparo del art. 93 CE? ¿Acaso el mando supremo de las Fuerzas Armadas que el art. 62 h CE atribuye al Rey no se ha mutado a partir de la Ley de 1 de Julio de 1980? ¿Y la práctica del 23 F no mostró la reversibilidad de una mutación? ¿El reconocimiento de competencias legislativas a las Comunidades Autónomas, sin duda incoado, pero no establecido en la Constitución y desarrollado, pese a las resistencias doctrinales, a través de una larga práctica estatutaria y jurisprudencial, no es ejemplo de una mutación convencional? Mutación constitucional fue la generalización del sistema autonómico en virtud de los pactos de 1981 y así lo señalaron con elogio los Prof. Vandelli y García de Enterría ¿O no es una profunda revisión constitucional el que sin modificar el texto de 1978, los pactos de 1981 generalizaran, prescindiendo de plazos y de formas, a diez y siete Comunidades Autónomas el modelo de organización que los constituyentes habíamos previsto para tres? El llamar a semejante transformación mero desarrollo de la Constitución y negarle el carácter de mutación de la misma es negar la realidad. Pero dejemos las categorías a la sabia discusión de los académicos. Lo que importa es resolver los problemas y, al decir del poeta, la rosa, cualquiera que fuera su nombre tiene el mismo perfume.
La mutación es, en consecuencia, posible y en un extremo altamente significativo, lo que con razón se ha llamado la Constitución territorial, es evidente que se produjo una mutación por adición de origen convencional. Esto es, un pacto de las grandes fuerzas políticas que se formalizo en instrumentos infraconstitucionales.
Dicho esto, no es ocioso preguntare si lo hecho en 1981 por vía de pacto, esto es la generalización y homogeneización de las Autonomías no puede invertirse por vía de pacto y singularizar una o varias Comunidades Autónomas e incuso pasando de la mutación a una prudente revisión, formalizarlo en una Disposición Adicional. Si existiera la voluntad política para pactar no sería difícil añadir por la vía del art. 167 una nueva Adicional como no lo fue la reforma del art. 135 en el 2011. Más aun, podría utilizarse la ya existente Adicional Primera aplicando la doctrina que formuló entre 1987 y 1993 el Consejo de Estado propugnando su extensión a Cataluña y Galicia, al considerar sus respectivos derechos forales como derechos históricos y proyectando en lo público la previsión constitucional para el derecho privado (Vd Recopilación de Doctrina Legal 1987, p. 87-95; 1988, p. 65-103, los recopiladores no recogieron la mención de la Adicional Primera que si está en el original del dictamen nº 50.452; 1989, p. 61-66; 1991, p. 146-163; 1992. p. 153-176; 1993, p. 66-103).
Ciertamente el Tribunal Constitucional negó esta posibilidad en ulterior Sentencia 88/1993 de 12 de Marzo. Pero es claro que la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional también puede dar pie a otras mutaciones. Si la S. 31/2010 sobre el Estatuto Catalán del 2006 invirtió anteriores doctrinas del mismo supremo intérprete de la Constitución y mutó en determinado sentido nuestra constitución autonómica, la revisión de dicha doctrina para atender a las evidentemente nuevas y bullentes "circunstancias sociales del tiempo en que la norma a de ser aplicada" (art. 6 CC), en manos del propio Tribunal (arts. 13 LOTC), podría inaugurar un nueva mutación cambiando lo dicho en las dos Sentencias mencionadas eliminando cuanto en ellas se negaba a la identidad nacional.
Sobre la Disposición Adicional, Primera o nueva, podría elaborase para Cataluña un Instrumento de Gobierno donde se blindasen competencias estratégicas tales como las económico-financieras, educativas, lingüísticas y culturales. Un Instrumento de Gobierno formalmente pactado con el Estado -¿Acaso no lo está el Amejoramiento del Fuero de Navarra?- y como tal inmodificable unilateralmente, incluso por vía de hecho, de normativa básica o de jurisprudencia, que se sometiera en su día al referéndum del pueblo catalán de acuerdo con el art. 152.2, CE.
Esto sería, de verdad, tanto integrar como decidir. En integrar consiste el verdadero españolismo, en decidir la voluntad de los catalanes y para que ambos coincidan sirve la mutación.