Foro galego de testemuña cívica


Democracia sospechosa: de Suiza a Catalunya

04-04-2014 00:16

POR JAUME LÓPEZ *

CUÁNTA democracia se puede permitir una sociedad? Hace unas semanas esta parecía la pregunta que los resultados del referéndum sobre la inmigración en Suiza suscitaban a muchos críticos. Los defensores, por su parte, más bien nos explicaron que los suizos no son tan xenófobos como una lectura precipitada de los resultados haría pensar. Entre ambas posturas, sin embargo, todavía espero una defensa nítida y contundente de la democracia directa, sin fisuras.

Todo el mundo defiende la democracia (representativa). De hecho, junto con la ciencia, hoy por hoy se puede considerar como uno de los dos únicos principios de legitimación (casi) universal en el siglo XXI, aunque se entienda de maneras diversas. La democracia no es otra cosa que un sistema político para dirimir sin violencia las confrontaciones de intereses que hay en la sociedad, dando poder a quien no tiene de ninguna otra forma. El poder de los que son muchos. No el del dinero, no el de las armas, no el de la inteligencia. Simplemente el de los comunes. El sentido común, en la acepción más objetiva (y menos moral) del término.

La democracia implica también un sistema de decisión (por mayoría) y, como tal, contribuye a un tipo de decisiones. No está claro si en la dirección de evitar las peores o de aproximarnos a las mejores. Lo que es evidente es que esta decisión vendrá condicionada, en parte y como siempre, por el sistema de elaboración de la misma y, en este sentido, es bueno introducir filtros diversos para garantizar al máximo la calidad decisional. Como en el caso del agua, de nada sirve hacerla pasar por tres filtros idénticos, es decir, con una misma lógica. En pleno siglo XXI, eso lo tenemos claro todos los defensores de la democracia cuando afirmamos que hay que articularla en tres dimensiones diferentes: la representativa, la participativa y la directa. Al afirmarlo, no hacemos otra cosa que recuperar la sabiduría de los antiguos que defendían el gobierno mixto, no tanto para protegerse del gobierno desbocado (como en el equilibrio de poderes liberal), sino como una búsqueda de la mejor decisión posible.

Deliberar se hace mejor en un grupo pequeño, aunque los tecnologías mediáticas pueden favorecer su ampliación. Esto se puede hacer bastante bien en una cámara de representantes (ya sea a nivel nacional o en un ayuntamiento), pero todos somos conscientes de los límites de la lógica representativa. Entre otros, a menudo dos representantes se parecen más entre ellos que lo que pueda parecerse cada uno de ellos a un sector de la sociedad. Ahora bien, como profesionales de la negociación y mediación de intereses pueden contribuir a articular lo que la democracia participativa ayuda a explicitar y poner sobre la mesa a través de procesos abiertos a la ciudadanía, excelentes para hacer aflorar la diversidad de puntos de vista y sus particularidades. En ninguno de estos dos niveles ayudan especialmente los grandes números.Lo que sí puede hacer muy bien mucha gente es proponer cosas para que después sean deliberadas o vetar cosas que ya han sido deliberadas pero no cuentan con suficiente aceptación general. Y aquí es donde Suiza lleva una gran ventaja respecto de muchas otras democracias, con su sistema de iniciativas ciudadanas y de referendos. Recogiendo 100.000 firmas (un número fijo desde 1874) los ciudadanos suizos pueden proponer una modificación constitucional a nivel federal (el mecanismo también existe en niveles inferiores), que será consultada en referéndum. Este fue el caso del referéndum del pasado 9 de febrero. Con 50.000 firmas se puede pedir un referéndum para vetar una ley. La virtud del veto democrático es doble. Si una ley no cuenta con suficiente apoyo popular, quizás valga la pena seguir trabajando antes de ser impuesta sobre los que teóricamente tienen el poder soberano, el pueblo. La ficción roussoniana según la cual la voluntad general se elabora en el parlamento y es idéntica a la voluntad de la gente no parece muy razonable. Pero hay una segunda virtud, mucho mejor. Como dice el abogado suizo de origen español Daniel Ordás, defensor de una reforma de la Constitución española, el verdadero poder del veto es la forma de hacer política que implica: los políticos no tomarán ciertas decisiones si están convencidos de que todo su trabajo se irá al traste en un referéndum. En sus propias palabras: el mejor referéndum es el que no se celebra.

Un sistema político inteligente es el que da salida a las demandas de la ciudadanía, institucionaliza la protesta y canaliza la energía creativa y transformadora de la sociedad. Donde la gente no tiene poder de veto institucionalizado tiene que ganárselo, cada vez empezando de cero, en la calle, con huelgas, protestas, escraches y, en definitiva, disturbios. La pregunta es: ¿qué es razonable hacer cuando 1,4 millones de firmas no son tenidas en cuenta, como ocurrió en el Congreso español con la iniciativa legislativa popular sobre la dación en pago?

Los detractores de la democracia directa suelen relacionarla con la inestabilidad y pasiones poco razonadas. Hay quien dice que el sistema puede colapsar con la participación, que si es posible vetar se veta todo. Sin embargo, los datos de Suiza lo desmienten con rotundidad. Desde el año 2000, a nivel federal se han dado 62 iniciativas populares (incluyendo las del día 9), de las que solo 53 fueron aprobadas por el conjunto de los ciudadanos. Y de los 38 referendos opcionales (vetos), en 30 se aprobó lo que había propuesto el gobierno. No hubo, sin embargo, que salir a la calle para conseguir que se diera marcha atrás en los 8 restantes. La democracia directa es una garantía, que debe ir de la mano de una buena educación y unos buenos medios de comunicación. No una amenaza.

No todo es perfecto en Suiza. A nivel federal solo es posible desarrollar iniciativas de rango constitucional, no legislativas (lo que ha hecho que la Constitución se reforme parcialmente en múltiples ocasiones); el número de firmas se fijó hace más de un siglo y no refleja un porcentaje determinado sobre la población, cambiante; los partidos no tienen una financiación pública; pero en ella nadie pone en duda que en una democracia, lo primero es saber qué postura tienen los ciudadanos sobre todo aquello que les afecta y obrar en consecuencia. No hay que hacer juegos malabares para plantear una pregunta a la ciudadanía, ni llamar consulta a los referendos.

En Catalunya tenemos previsto hacer uno el próximo 9 de noviembre para saber qué opina su ciudadanía sobre su futuro político: si prefiere seguir como hasta ahora o constituirse en un Estado pero no independizarse (es decir, un estado con un nivel inferior de soberanía que el que tiene el Estado español), o independizarse (gozar del mismo nivel de soberanía que el Estado español). En un contexto democrático, parece evidente que no se puede decidir sobre Catalunya sin tener en cuenta, como mínimo, la voluntad de los y las catalanas. Y aquí radica el problema fundamental. En realidad, esta consulta puede considerarse como el resultado de un gran fracaso institucional producido, en último término, por la imposibilidad de ejercer el veto sobre una ya larguísima lista de decisiones que conciernen, en primer término, a los ciudadanos catalanes y que no parecen contar con el respaldo de su mayoría. Esta sería la opción más razonable ante el conflicto de mayorías que plantean. Sin esta opción ni la posibilidad de reforma del sistema en esta dirección, y si las mayorías en Catalunya y España no cambian, solo queda una salida.

*Prof. De Ciencia Política de la Univ. Pompeu Fabra

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